Perú y las posibilidades de las izquierdas

Presentamos una versión actualizada de este texto publicado originalmente en elDiarioAR

Pocos recuerdan que el Perú de los años 80 era uno de los países más interesantes de América Latina, desde el punto de vista de las izquierdas. Su expresión institucional era entonces la Izquierda Unida, un potente bloque político-electoral compuesto por diferentes movimientos y partidos, que gobernaría varias alcaldías importantes, entre ellas Lima, Arequipa, Cusco y Puno, llegando a convertirse en la segunda fuerza política a nivel nacional en las elecciones de 1985.

Sabemos que ocurrió en aquellos tiempos. La irrupción de Sendero Luminoso, un grupo armado de corte mesiánico, identificado con el maoísmo, y el inicio de una guerra civil que se prolongaría por casi dos décadas, reconfiguraría negativamente al Perú en términos políticos. La violación de los derechos humanos, la muerte de un número importante de campesinos (setenta mil víctimas, tres cuartos de ellos de origen quechua y aymara, según el analista Rodrigo Montoya) y la debacle de la izquierda institucional serían los resultados de dicho proceso. Y aunque Sendero Luminoso fue derrotado por completo, los crímenes de lesa humanidad llevados a cabo sobre todo por las fuerzas militares durante la dictadura de Alberto Fujimori (1990-2000), ampliaron el umbral de violencia política, al tiempo que abrieron a una nueva fase política-económica, de la mano del neoliberalismo salvaje.

Sin embargo, con el aliento terruco en la nuca cada vez más lejano y la impunidad de las fuerzas militares garantizada, las élites dominantes lograron instalar en el imaginario peruano un miedo específico, una suerte de disparador que se reactiva de modo recurrente en tiempos de campaña electoral, a través de la asociación automática entre terrorismo, comunismo e izquierdas. Desde entonces, y en un contexto de suma debilidad de los partidos políticos, las diferentes experiencias de la izquierda institucional en el Perú han tenido que enfrentar un doble desafío: por un lado, el de desinstalar las campañas del miedo, orquestadas de modo brutal por los medios de comunicación dominantes; por otro lado, el de generar una agenda de transformación superadora del neoliberalismo, capaz de interpelar a los sectores subalternos de modo transversal y transregional, en un país que históricamente dividido entre la sierra y la costa, pasando por la Amazonía.

Uno de los intentos que generó mayor expectativa política fue el de Ollanta Humala, presidente entre 2011 y 2016. En el marco de la ola progresista latinoamericana, el Humala candidato se presentó entonces como el artífice de “La gran transformación”, con un programa nacionalista y de inclusión social. Sin embargo, en la segunda vuelta electoral contra Keiko Fujimori, “La gran transformación” prometida se vio reducida hasta convertirse en una “Hoja de ruta” menos disruptiva. A poco de asumir, Humala realizó un giro militarista que mostró la continuidad del “Orden e Inversiones” que exigían los sectores mineros; y poco después expulsó del gobierno a los representantes de izquierda para hacer una alianza con el establishment. La represión a la protesta social y ambiental se endureció aún más. Solo en el primer año de gobierno se registraron 17 muertos en el marco de protestas, sobre todo contra proyectos mineros, dos de los cuales, Conga (en Cajamarca) y Tía Maria (en Islay, región de Arequipa), se convirtieron en conflictos emblemáticos del ciclo extractivista latinoamericano. Tal como diría el sociólogo Ramón Pajuelo, Humala se convirtió en símbolo del “progresismo que no fue”, marcando la continuidad del modelo neoliberal y extractivista, con un marcado sesgo represivo.

En 2016, la irrupción de un joven liderazgo, de la mano de Verónika Mendoza removió el tablero político y generó nuevas expectativas. Mendoza es antropóloga y comenzó como congresista en tiempos Humala (de cuyo partido fue cofundadora). Aunque en 2016 obtuvo el tercer puesto en las elecciones presidenciales y no llegó a pasar a segunda vuelta, esta joven originaria de Cusco que puede hablar quechua de corrido (su padre es peruano quechua hablante y su madre, francesa), instaló un discurso sobre el cambio social, también en clave de igualdad de género y, en menor medida, de crítica al extractivismo. La rápida ruptura del Frente Amplio, cuyo liderazgo compartía con el exsacerdote y sociólogo Marco Arana, un histórico luchador contra el extractivismo minero, líder del movimiento Tierra y Libertad, liquidaron muy rápidamente la posibilidad de construir una izquierda más amplia y plural que combatiera al mismo tiempo el neoliberalismo y el extractivismo. Y aunque Mendoza creó su propio partido, Nuevo Perú y creció en visibilidad pública nacional e internacional, lo cierto es que, en la primera vuelta de estas elecciones de 2021, las del Bicentenario, perdió una parte importante de su electorado, y quedó rezagada al quinto puesto.

Contra todos los pronósticos, con el 19% de los votos, Pedro Castillo, un maestro y dirigente sindical de origen rural y humilde, miembro de las rondas campesinas y conocido por su rol en las huelgas docentes de 2017, obtuvo el primer lugar en la primera vuelta de abril de este año. Castillo, originario de la provincia de Cajamarca, fue invitado al partido Perú Libre, que se reivindica marxista-leninista y mariateguista. El hombre fuerte de Perú Libre –y su fundador- es Vladimir Cerrón, que fuera gobernador regional de Junin entre 2011 y 2014, y que retornó a la gobernación en 2019, pero fue suspendido siete meses después, luego de ser sentenciado en dos instancias por el delito de negociación incompatible. Antes de la primera vuelta electoral, Cerrón difundió un video brindando precisiones acerca de sus diferencias con la izquierda “onegeista” que representarían Mendoza y Arana. De hecho, la apuesta de Cerrón parecía ser la de articular el radicalismo regional, de tipo provinciano.

Si nos preguntáramos qué tipo de izquierda ilustra Castillo, sin dudas responderíamos una izquierda tradicional, de corte social y sindical, hasta ahora de alcance regional. En su programa “Perú al Bicentenario sin corrupción” aparecen las apelaciones de orden político (la transparencia), sanitario (la salud como derecho y un plan contra la pandemia de Covid-19). El núcleo duro es de corte antineoliberal: relanzamiento del empleo y la economía popular, inicio de una segunda reforma agraria, gas para todos, nuevo impuesto a las ganancias extraordinarias, entre otros. En términos políticos, Castillo plantea una Asamblea Constituyente para la redacción de una nueva Constitución. En contrapartida, en su discurso no aparecen ni las demandas de igualdad de género, tampoco las ambientales ni la plurinacionalidad, asociada a los pueblos indígenas, todos ellas narrativas democráticas propias de las izquierdas interseccionales del siglo XXI. Castillo, recuerdan muchos, es un líder sindical, habituado a los cabildeos y la negociación, más pragmático que ideológico. Ciertamente, entre la primera vuelta y la segunda hubo nuevas alianzas. Castillo no sólo trató de distanciarse del fundador Vladimir Cerrón, sino que buscó nuevos apoyos, entre ellos, de una parte, de Nuevo Perú, liderado por Mendoza.

La posibilidad de una victoria de Castillo generó pánico en las élites. Como nunca antes, reactivó la campaña del miedo a niveles antediluvianos. La casi totalidad de los medios de comunicación se alinearon en contra del “comunista” Castillo, negándose incluso a trasmitir actos o mitines de este, mientras daban pantalla completa a su rival, Keiko Fujimori, quien, pese a sus nulas credenciales democráticas y sus causas judiciales por corrupción y lavado de activos, se convirtió ipso facto en la preferida de los sectores hegemónicos, en nombre de la “democracia”. Incluso fue apoyada por su archienemigo histórico, el escritor Mario Vargas Llosa. Como señala el investigador Raphael Hoetmer, a nivel internacional, lo sucedido en dicha campaña en el Perú solo puede ser comparado con el plebiscito que en 1988 impulsó el dictador Augusto Pinochet y que, como sabemos, terminó volviéndose en contra del mismo.

Los resultados de la segunda vuelta realizada el 6 de junio arrojaron un ajustado triunfo de Pedro Castillo, aun si la incertidumbre se extiende por varias semanas, sobre todo debido al no reconocimiento de la derrota por parte de la candidata de Fuerza Popular, Keiko Fujimori (tercera derrota consecutiva en elecciones presidenciales), y la impugnación de cerca de 200.000 votos, la mayoría de origen rural. La configuración del voto confirma la división regional y social del Perú, pues mientras Lima (que concentra casi el 30% de la población del país), y parte de la Amazonía votaron por Fujimori, los Andes y el Sur lo hicieron masivamente por Castillo.

El 15 de junio, finalizado el procesamiento y contabilización del 100% de las actas, la Organización Naciones de Procesos Electorales (ONPE) confirmó que los resultados dan una ventaja a Pedro Castillo de 44.240 votos, quien obtuvo 50.125% contra Keiko Fujimori, con 49.875%. Hace tiempo que el Perú es un país fragmentado y con partidos políticos débiles. Así, no es la primera vez que esto sucede, pues ya en las elecciones pasadas, en 2016, Fujimori perdió contra el neoliberal PPK (Pedro Pablo Kuczynski) por 42,597 votos, o sea el 0.248%.

Sin embargo, el panorama en 2021 es otro. Los intentos por desconocer el triunfo de Castillo, de presentarlo como un títere de Cerrón y el racismo endémico de ciertos sectores limeños han hecho crecer exponencialmente la tensión política. Desde la impugnación de mesas llevada a cabo por Fuerza Popular, que contrató grandes bufetes de abogados de Lima, pasando por la exacerbación del pánico que produjo el retiro de ahorros y la caída de la moneda, hasta los intentos autoritarios de ciertos sectores (una carta de exmilitares que piden desconocer el triunfo de Castillo, entre otros) y la demora de la Junta Nacional de Elecciones por proclamar la fórmula ganadora, generan mayor incertidumbre. Incluso algunos analistas advierten ante la comunidad internacional el peligro de que estemos asistiendo un “golpe de estado lento”.[1]

Al mismo tiempo, el poder judicial analizaba la posibilidad de dar prisión preventiva a Keiko Fujimori, por pedido de un fiscal general quien solicita hasta 30 años de cárcel contra ella, por lavado de activos debido a los aportes recibidos de la empresa brasileña Odebrecht y de varios empresarios para financiar sus campañas presidenciales de 2006 y 2011.[2]

El 19 de junio pasado, la consultora Ipsos hizo un conteo rápido de los llamados “Casos atípicos o outliers en las actas” y dictaminó que “al comparar los resultados de las actas con los de sus respectivos locales, se encuentra que el 95.28% está dentro de los valores normales. Los casos atípicos son similares para ambos candidatos. Si se eliminaran todos los casos atípicos de ambos partidos, la variación porcentual no sería significativa y se mantendría el orden de la elección”.[3]

Más allá de la debilidad de los partidos políticos, no hay que olvidar que desde abajo y en la calle, el Perú es un país muy movilizado, en torno a diferentes temas, como por ejemplo en contra del extractivismo minero (existen numerosos movimientos y organizaciones sociales y la conflictividad ambiental es muy alta); marchas de carácter anti-represivo y de modo recurrente, contra la corrupción, tal como lo muestran las movilizaciones de diciembre de 2020, con gran protagonismo de los jóvenes, que dio origen a la llamada “Generación del Bicentenario”. Existen numerosas agendas pendientes que deberá tratar el nuevo Congreso Nacional, como la ratificación del Acuerdo de Escazú (un tratado regional que garantiza el acceso a la información y la protección de los defensores ambientales), bloqueado por los fujimoristas y el sector minero. Los conflictos persistieron en tiempos de pandemia y la presión de los sectores mineros y su exigencia de protocolos más flexibles hizo que en julio de 2020 los contagios en dicho sector ya ascendieran a 3000.[4] Por último, tengamos en cuenta que  a mediados de junio el Perú contabilizaba 190.000 fallecidos, lo que lo ha convertido en el país con la mayor tasa de mortalidad por Covid-19 en relación a su población.

Los apoyos a Castillo se han hecho sentir en la calle, con grandes movilizaciones convocadas por colectivos, asociaciones civiles y de derechos humanos, así como partidos políticos de izquierda. Sin embargo, cuesta imaginar hacia donde iría la gestión de Castillo, en un país tan inestable políticamente, tan desigual y turbulento, tan racista y cerril en sus élites, aunque también con izquierdas institucionales de visión corta y tan fragmentadas. Lo que sí sabemos es que Castillo generó en su contra una reacción desmesurada de parte de las élites y los medios de comunicación; tan es así que hoy muchos se inquietan por la reacción política y económica de los sectores hegemónicos ante un resultado tan ajustado como adverso. En favor de Castillo, hay que decir que logró expandir la esfera de representación política y las alianzas, obteniendo el voto de gran parte de aquellos sectores que buscan imaginar un Perú distinto y digno, democrático e igualitario, más allá de las carencias evidentes del futuro nuevo presidente y de su escasa vocación interseccional.

[1] https://www.nytimes.com/2021/06/23/peru-election-castillo-fujimori.html

[2] https://www.france24.com/es/am%C3%A9rica-latina/20210621-peru-poder-judicial-revisara-prision-preventiva-keiko-fujimori

[3] https://www.ipsos.com/es-pe/analisis-de-outliers-en-los-resultados-de-las-elecciones-presidenciales-2021-segunda-vuelta

[4] https://www.lavanguardia.com/internacional/20200716/482330589415/la-conflictividad-minera-persiste-en-peru-en-plena-pandemia-de-la-covid-19.html